Juventudes, liderazgo, PP, PSOE

Efebocracia

Para empezar diré que el título del artículo no es algo original mío, sino que se lo he tomado prestado al diputado del PNV Emilio Olabarría, el cual dijo al despedirse: «No soy apologeta de la efebocracia, espero que los que vengan sean mejores que los que lo hemos dejado, pero tengo algunas dudas». La verdad, yo también tengo muchas dudas de que se pueda construir un relato político mejor basándonos en esta nueva moda complementaria a la “regeneración” y que supone la virtud en sí misma de la “juventud”. ¿Es la juventud un valor que te hace ser un privilegiado de cara a política? Yo apuesto que no, pero el problema es que mientras algunos utilizan a las juventudes de los partidos para ir creando una bolsa de “funcionarios de la política” fieles y leales a la élite, otros potencian la “efebocracia” porque no tienen nada más que ofrecer que “el divino tesoro” que supone para muchos el ser jóvenes, porque gracias a ello, desde luego, consiguen hacer caja y carrera.

Siempre he huido de esas frases hechas como la que nos dice que los jóvenes son “el futuro”. Nada más lejos de la realidad. Los jóvenes ya son el presente, y mandando a alguien al “futuro” solo consigues arrebatarle el ahora. Algo de esto hay en los partidos, donde el papel que juegan sus juventudes es algo sobre lo que reflexionar si queremos que los tradicionales rasgos que acompañaban a los jóvenes vuelvan a tener significado dentro de esa feria del poder que supone empezar en Juventudes Socialistas o Nuevas Generaciones y terminar con 60 años sin haber conocido lo que se siente al trabajar fuera del partido. Es verdad que habitualmente juventud era sinónimo de rebeldía, de atrevimiento, de osadía, de espíritu crítico y de libertad. He de decir que en los aparatos políticos juveniles he conocido a muchos chicos y chicas que ya, a su corta edad, reproducían los peores vicios de sus mayores. Para lo que no pueden servir estas organizaciones políticas es para emplear estéticamente a sus miembros en pegar carteles, repartir preservativos y repetir los argumentarios que les llegan, mientras la ética, la moral y los verdaderos valores del socialismo son aparcados y utilizados por los más listos para empezar a labrar los peldaños de su ascenso en los escalones de las primeras deslealtades, engaños, jugarretas y silencio. Porque el silencio, ese que se camufla como “el bien del partido”, ya empieza a interiorizarse desde muy pequeñitos.

¿Tiene la gente joven que llega a la política algún modelo de país, de futuro y de sociedad, más allá de los tópicos establecidos y compartidos de manera generalista? Es muy alarmante escuchar a “jóvenes políticos” explicarte que se debe reformar la constitución porque “yo no la voté”. Por no hablar de cuando les preguntas que te cuenten por qué un estado federal es mejor para España y te dicen “porque así se potenciarán las nacionalidades y se arreglará lo de los catalanes”. Que nadie piense que me invento estas respuestas, sino que son verídicas y usuales. Ante tal analfabetismo funcional es evidente que no podemos ir más allá de algunas campañas propias sin espíritu ni alma, ni más allá de ser la muletilla servil al partido “de los mayores”. Es dramático que no se fomente la libertad de pensamiento, la visión crítica y la propia autonomía que correspondería a esta gente joven como vanguardia de nuestra lucha y nuestros sueños. Al final la única vanguardia que conocen algunos es la de sus méritos como verdugos voluntarios para posteriormente ser recompensados.

Por esto mismo, cuando al neoliberal de Albert Rivera se le escapó aquello de que solo los nacidos después de Franco tendrían derecho a hacer política, no dijo algo que una gran mayoría de la que compone la “nueva política” no pensase en su intimidad e incluso no pusiera en la práctica en sus “legítimas capacidades” como líderes. Pocas cosas me han parecido más absurdas y estúpidas que eso de un “pacto entre generaciones” como si dentro de un país pudiese trocearse a su sociedad por edades. Es, en definitiva, un discurso vacío, que busca diferenciar las partes sin entender que solo a través del todo se consigue crear una ilusión de futuro y una conciencia efectiva de país. O de estado, como cada uno prefiera llamarlo.

No creo que exista una vieja política y una nueva política, como conceptos tangibles que son antagonistas. Sí existe una política decente y otra indecente; una política social y otra política neoliberal; o, en definitiva, la buena política frente a la mala política. El día que los jóvenes que llegan a los partidos comprendan que no por ser jóvenes son mejores que sus “viejos”, podremos recuperar la fuerza de nuestro presente, que no debe ser otra que la igualdad no solo entre géneros sino entre generaciones para luchar por ese futuro que no es de los jóvenes sino de todos.

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Ciudadanos, liderazgo, PSOE

Líderes de cartón piedra

Estaba yo escuchando una canción cuando, de repente, visualicé una noticia llamativa. Sonaba “de cartón piedra”, del maestro Serrat, y observaba (con la foto ilustrando el artículo) el póster gigantesco que cubriría desde ese mismo día la fachada principal de Ferraz. La foto hercúlea era, lógicamente, de Pedro Sánchez, el líder supremo de esa selfie izquierda que se ha adueñado del PSOE, del PSOE de Pedro Sánchez, como a ellos mimos les gusta llamar al partido histórico y centenario fundado por Pablo Iglesias. Creo que en los más de 135 años de vida ningún líder, candidato o secretario general del partido había tenido la osadía de “apoderarse” nominalmente de la organización socialista.

No voy a negar que España, a pesar de ser un sistema de partidos, siempre ha tendido a un poder efectivo presidencialista, ya que la figura del presidente del Gobierno ocupa un lugar privilegiado y hegemónico en la dirección política del partido y del ejecutivo. Exceptuando casos como el de Calvo Sotelo, que fue un interino burócrata, y el de Mariano Rajoy, que es la nada hecha hombre. Lo cierto es que el liderazgo de los sucesivos presidentes que hemos tenido se ha ido edificando a través de sus años en la oposición y luego en su ejercicio gubernamental, terminando o bien aislados del partido (González) o bien odiados por el partido (como es el caso actualmente de Aznar). De Zapatero aún no se ha decidido su sedimentación histórica. La novedad, y quizás esto tiene que ver con lo que llaman “la nueva política”, es que asistimos a una colección de nuevos líderes que quieren las medallas antes de ganar ninguna batalla. Ya lo expliqué hace algunos artículos: se presentan como estadistas cuando aún no han alcanzado ni a sentarse en un sillón de decisión real de poder. Son líderes que no llegan con hambre de gloria, sino que son insaciables en su afán de darnos a todos de comer de su carne mesiánica, ya que piensan que los ciudadanos estamos necesitados de su luz cegadora para ver más claro el camino. El problema es que, en ocasiones, la oscuridad permite más maniobra visual que el resplandor luminoso, que te paraliza.

Uno de los grandes riesgos de este culto a la personalidad es que se confunde el partido con el líder, llegando a sostener que es el líder el que da prestigio al partido, como si en realidad le hiciera un favor por sacrificarse y presentarse a los ciudadanos defendiendo esas siglas. Sin ir más lejos es habitual escuchar entre la legión de “pedristas” como aseguran que Pedro está mejor valorado que el PSOE, cuando en ciertos datos de esas encuestas que tanto publicitan no aparece ese evidencia de manera clara. Es más, incluso se podría decir que los números desdicen esa afirmación, pero el palmero lo aguanta todo.

El culto al líder lleva a un juego peligroso: ya no se trata de un proyecto colectivo, del prestigio de las siglas partidistas, sino que exige adhesiones sumisas a una figura personal que puede llevar a desunir a la militancia. Cuando de lo que se trata es de promocionar y adular sin descanso a una personalidad, el sentido de comunidad y de valores comunes construidos va erosionándose poco a poco. Así aparecen enfrentamientos entre aquellos militantes dispuestos a dejarse su hacienda por el líder y los que están en su derecho de apartarse momentáneamente porque no creen en ese líder.

Posiblemente en un partido como Ciudadanos tenga sentido que todas las referencias apunten a Albert Rivera, porque es quien ha sostenido mediáticamente al partido cuando poca gente a nivel nacional estaba decidida a votarles. Albert está siendo para Ciudadanos lo que Felipe fue para el PSOE o Aznar para el PP. Aún así ese discurso de que Rivera es el alfa y el omega de la política española produce un abierto rechazo entre aquellos que creemos en la humildad y la prudencia a la hora de adorar a líderes de cartón piedra.

Hemos llegado a un punto donde al político no se le exige coherencia y un proyecto claro y viable de futuro, sino que dé espectáculo y quede bien en la foto. Asistimos atónitos a una carrera donde compiten todos los candidatos a ver quién es “el más normal de todos”. Así uno baila, la otra sale haciendo una coreografía, después se pasa por el karaoke para cantar “como una ola”, y así hasta que el día menos pensado alguno se haga un selfie cagando para demostrar que es más transparente que los demás, que no tiene nada que ocultar y que incluso defeca como cualquier español “normal y corriente”. Necesitamos políticos que sean buenos políticos, no buenos bailarines o contadores de chistes.

No quiero que el futuro de mi país se decida en una arena donde solo busquemos el espectáculo y el morbo personal. Que la política sea seria no significa que no pueda ser alegre, pero algunos quieren cambiar la alegría por hacer del ejercicio público algo vulgar e impostado, con líderes de cartón piedra y proyectos construidos sobre arenas movedizas.

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Cataluña, liderazgo, política

Ser político, hacer política

Hace unos días un compañero de partido, cuya palabra es necesaria escucharla si quieres aprender, me dijo que ser político era algo relativamente fácil, pero hacer política (de la buena, se entiende) ya es más complicado. Y es verdad: ser político en estos tiempos es fácil porque a la hora de hacer política hemos dejado de exigir talento y valentía. Si no se exige nada a cambio de ser algo, es evidente que cualquiera puede llegar a serlo. Es este sentido, además, en el peor que puede brindarnos este concepto: no se trata de defender una democracia elitista, sino una democracia ilustrada.

Habrá quien piense que es complejo determinar qué cualidades son las necesarias para que alguien sea un buen político; pero posiblemente sea más asequible identificar de manera casi infalible a todos aquellos que no lo son. Y, en el caso de duda, no levantar nunca el banderín. El drama, sin embargo, es que dentro de los partidos es costumbre levantar el banderín y tocar con fuerza el silbato cuando se descubre a un compañero capaz de marcar gol por él mismo sin necesidad de prevaricación del árbitro.

Dentro de este debate, complejo y difícil, sobre qué aptitudes se requieren para ser un buen político, contamos con el lenguaje popular que siempre nos ayuda o bien para darnos cuenta de la sabiduría del pueblo, o bien para entender la confusión del mismo. Por ejemplo, preguntemos sobre los políticos. ¿Qué cualidades debe tener un político? Y las dos respuestas más habituales son las siguientes: vocación y devoción. Intuyo, me temo, que mucha gente quiere decir lo mismo pero confunde estos términos, ya que a pesar de sonar parecidos apelan a realidades muy diferentes. Si tuviera que quedarme con uno lo haría, sin duda, por la devoción. Porque esto de la vocación suena tan a religioso que corre el riesgo de convertir la política en un marco sectario, algo que en ciertos lugares desgraciadamente ya lo es. Pero la devoción por la política, por ser político, es algo más puro, más valioso, porque implica respeto y dignificación por aquello que sientes y que haces. En este país estamos muy faltos de dignidad política y respeto democrático hacia el cargo público que uno ostenta y la ciudadanía que representa.

Ser dignos en política exige un esfuerzo moral e intelectual que, para muchos, supone un desafío inalcanzable. Pero solo se hacen respetar aquellos países que dignifican sus valores y su sentido vital. Un país que no aporte progreso, justicia y bienestar a sus ciudadanos es un país destinado a la desafección e, incluso, a la desmembración de alguna de sus partes. Hablo, claro está, de España. Y, por extensión, del separatismo catalán.

Hay una parte dentro del discurso de los independentistas bastante inocente, aunque sea en el fondo profundamente perverso: creen que todos los ineptos y corruptos que les llevan años gobernando son producto y culpa del “estado español”. Piensan que la tasa de paro, los sueldos precarios, los recortes en derechos y las políticas de austeridad, las sufren en Cataluña por culpa de Madrid. Es más, están convencidos que yéndose lejos de España lograrán ser una especie de Suecia, de Suiza o de Noruega mediterránea, ignorando que no existe nada más parecido a la derecha española que la derecha catalana.

Si el desgobierno, los recortes y el padecimiento de malos políticos fuese causa suficiente para pedir la creación de un nuevo estado, no habría ni una sola parte de España que no reclamase mañana su independencia. Cataluña no es un pueblo oprimido por una elite mafiosa, extractiva y sinvergüenza castellana, sino una sociedad que han llevado al abismo aquellos que solo tienen como preocupación la consecución de una impunidad política y judicial que únicamente una Cataluña soberana podría darles. Nadie en su sano juicio pensaría que en una Cataluña independiente se iba a juzgar a Pujol o a investigar el 3% de CiU.

Si España tiene un problema de desafección hacia su bandera y su significado, no podemos culpar exclusivamente de ello a los catalanes. No se trata de estar creando una sociedad de apátridas, sino del problema que nace cuando el único orgullo nacional se llama selección de fútbol o de baloncesto. Lo que nos lleva a una conclusión paralela a la inicial de este artículo: ser español puede ser, o no, algo fácil; pero “hacer España” se está poniendo cada día más difícil.

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liderazgo, partidos, politica

Y aunque te haga calor

Es habitual escuchar eso de que alguien vale más por lo que calla que por lo que dice. Yo, sin embargo, siempre he valorado a las personas por lo que dicen y sobre todo por lo que hacen. No creo que el silencio encierre un valor en sí mismo, aunque la prudencia a veces es aconsejable. Aún así cuando se es prudente hay que estar vigilante para que esta prudencia no se convierta en indolencia y acabe desembocando en cobardía. Los propios cobardes, en su hipocresía, se venden como «prudentes», porque la mentira nunca se llevó bien con los valientes.

Llegados a este punto es preciso reflexionar sobre qué hacer cuando en política pruebas ese sabor amargo que llega no con la derrota transitoria, ni siquiera con el fracaso, sino a través de la traición y el engaño de quien considerabas tu compañero y amigo. No vamos a engañarnos: la vida interna de los partidos está llena de mentirosos, de traidores, de vendidos y de alquilados. Hay quien dice que la política es así de sucia, pero la política solo es lo que nosotros hacemos de ella. Es decir, lo que vemos en los gobiernos, en los partidos, en los parlamentos y ayuntamientos es el reflejo de lo que somos, por mucho que busquemos insultar y despreciar a los políticos como si estos cargos electos hubiesen llegado ahí ellos solos saliendo de la nada. Hasta que no se demuestre lo contrario nosotros ponemos y quitamos candidatos con nuestro voto.

Un factor clave en el liderazgo político es la confianza que el candidato consigue agrupar en torno a su figura y a su proyecto. Hay líderes sin proyecto, falsos líderes con supuestos proyectos pero nunca puede existir un proyecto coherente sin un líder. La figura del candidato es, por lo tanto, esencial en política. Incluso los nuevos partidos que llegan a regenerar nuestro sistema corrupto y viciado según ellos, han implantado un culto total y supremo al líder-caudillo que se encarna en la figura o bien de Pablo Iglesias o bien de Albert Rivera.

Es cierto que el sistema político español ha tendido hacia una especie de «presidencialismo» a la hora de enfocar la proyección mediática y de poder del presidente del Gobierno o Secretario General de los dos grandes partidos. Pero hasta ahora las siglas del partido han tenido un peso decisivo a la hora de trazar la ruta de sus candidatos hacia la Moncloa. En el PP dudan si ocultar sus siglas o presentarlas bajo un nuevo formato. Pero en el PSOE se ha apostado claramente, hace ahora precisamente un año, por una opción personalista, individualista y a la «americana» de Pedro Sánchez. Cuando desde hace unos meses venimos escuchando lo del «PSOE de Pedro Sánchez» no es solo un eslogan bastante simplista de marketing, que también, sino la esencia de la filosofía de esta nueva etapa del socialismo para recuperar el poder en España.

Como decía, cuando uno navega por las turbulentas aguas de la vida interna partidista sabe que tarde o temprano va a sufrir un desengaño, una traición o una jugada sucia. Es cuestión de tiempo que llegue, por mucho que algunos piensen que con sus conocimientos o intrínseca maldad son capaces de controlar los tiempos y los flujos. En esto hay algo seguro: siempre habrá alguien más malo que tú. Lo interesante, sin embargo, es cuando la medicina amarga de la traición y el engaño llega administrada por el líder, por aquel en quien tú confiaste y diste todo lo mejor que tenías sin pedir nada a cambio pero esperando, como es lógica emocional, un justo reconocimiento.

Ante esta situación hay 3 etapas: el engaño; la difamación; y el vacío. Vayamos por partes.

El engaño suele llegar de muchas maneras, pero habitualmente nos golpea después de una fase de ceguera absoluta y otra de temores bastante fundados pero a los que no quieres dar veracidad. Confiar en alguien ciegamente es un riesgo. Te pones una venda en los ojos y lo sigues sin dudar, sin preguntas, hasta que empiezas a oler cada vez peor y acabas quitándote esa venda una vez te encuentras o bien en el abismo o al borde del abismo. La primera reacción es de incredulidad, desolación, incluso buscas el motivo, te planteas qué habrás hecho tú mal, y te dedicas a repasar toda la historia del camino.

Aquí hay dos opciones: o reaccionas desde el despecho, o te marchas sin hacer ruido. Depende de las fuerzas internas que le queden a uno, pero cuando te sientes por dentro como si te hubiesen machacado el alma con varios bates de béisbol, lo último que quieres en ese momento es cobrarte la venganza.

Sin embargo, escojas la opción que escojas, llega irremediablemente la difamación, el escarnio. Ya sea porque vas a la guerra o porque te retiras del lugar donde siempre estuviste, con las consiguientes preguntas de la gente que o no entiende nada, o entiende perfectamente todo pero busca ensuciar aún más el ambiente. Generalmente el trabajo sucio no lo hace el líder en primera persona, por lo menos no a la cara. Suele ser a tus espaldas y acompañado de ese coro de palmeros y mamporreros del poder que actúan como matones a sueldo ya sea por lo pagado o por las promesas de lo que acabará siendo pagado.

Esta fase es dura y bastante destructiva. Ves como no solamente te han engañado sino que buscan humillarte cargándote a ti las culpas de todo y buscando desprestigiarte por si te da por hablar o por lo que ya has decidido contar. Aquí hay barra libre para inventarse historias abyectas y desparramar toda la basura a mano, da igual su procedencia.

Finalmente llega el vacío, el vacío de todos los que forman ese corralito de poder y que, hasta hace poco, incluso eran compañeros que considerabas amigos, con los que compartiste muchos días y muchas horas en un proyecto que creías común, colectivo y sincero. Es la última parada donde quieren darte el golpe de gracia. Ya no solamente has sido engañado y humillado propagando tu descrédito sino que, por si acaso te da por resucitar, ya nadie te verá ni oirá tus gritos porque eres completamente invisible. O, por lo menos, así intentan hacerte ver a ti mismo: nadie se ha preocupado por ti ni te ha dado una palabra de aliento porque no le interesas a nadie.

Es evidente que ante estas 3 etapas uno tiene casi todas las papeletas para sucumbir. Pero siempre queda un resquicio para levantarse y darle la vuelta a la situación. Dicen que el tiempo es algo que suele ayudar a curar las heridas, pero no es así. El tiempo, como mucho, te ayuda a olvidar, a hacerte creer que has sido capaz de perdonar, porque hay golpes que no te abandonarán jamás mientras vivas.

Hacer de la política un laberinto de trampas, de egoísmos calculados, de traiciones inesperadas y deslealtades anunciadas, solo nos conduce a una ley que no es ya la de Darwin sino otra que aún está por bautizar: no sobrevive el más fuerte, sino solamente el más sinvergüenza.

Después de todo, ¿merece la pena intentarlo, merece la pena hablar para que los cuervos de los partidos se pongan en alerta por el sonido de tu voz y la tormenta de esa verdad que pretendes dignificar? La respuesta que yo ofrezco la encontré en los versos de una canción que grabó Julio Iglesias en el 92:

Y aunque te haga calor
vete igual por el sol
que la sombra está bien
pa’los blandos de piel
que les pique el sudor

Si le da por llover
no te dé por correr
que mojarse es crecer
y corriendo entre charcos
te puedes caer

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