Ciudadanos, Encuestas, PP, PSOE

Encuestas de destrucción masiva

Hace algunas semanas utilicé un juego de palabras para alertar de la transformación de nuestra democracia en una “demoscracia”. Un juego de palabras que deja de ser banal cuando nos damos cuenta de que, efectivamente, para algunos la democracia se está convirtiendo en un juego de sondeos manipulados cuyo objetivo es confundir a la ciudadanía. Siendo sinceros, y yo con ustedes siempre lo soy, no me considero un experto en encuestas. No sé si soy un buen politólogo, ya que camino en la dirección opuesta de la selfie-política que actualmente está de moda. Pero sé que sociólogo no soy. Sin embargo no hace falta ser un experto para darse cuenta del actual ambiente febril en el que nos movemos donde cada semana se publican 4 o 5 sondeos en su mayoría contradictorios entre sí.

¿Son las encuestas un peligro para una democracia de calidad? Como muchas cosas en esta vida, no es de por sí algo malo, pero un empacho de “encuestitis” puede provocar alteraciones en la voluntad natural de los votantes. Aún asumiendo esta posibilidad, es necesario plantearnos si realmente las encuestas condicionan el voto de un número de gente considerable como para decidir unas elecciones. Mi criterio es que no, a pesar de que aún ningún instituto demoscópico ha preguntado si las encuestas sobre intención de voto orientan el voto de la persona. Me limitaré a reflejar mis personales y limitadas apreciaciones de lo que veo en mi entorno y de lo que me responden cuando les pregunto. Pocos, muy pocos, se dejan influir por los sondeos. A veces, eso sí, afecta al estado de ánimo del votante o del militante más activo. Pero más allá de la alegría o la incertidumbre, pocas veces suele llegar.

Es evidente que ciertos medios y, por supuesto, los propios partidos han decidido entrar en una guerra de encuestas donde las opciones son solamente dos: solemos creer la que nos gusta y solemos desprestigiar la que nos cabrea. Sin ir más lejos es llamativo como la encuesta del pasado mes de “el País” fue jaleada y promocionada por todos los activos pedristas del PSOE de Pedro Sánchez, ese del que dicen que “une”, con el peligro y la carga de provocación que conlleva esta imposición. Pero, un mes más tarde, aparece una nueva del mismo diario donde deja a los socialistas justo detrás de Ciudadanos, es decir, en tercera posición en intención de voto. Esa misma noche, como es de imaginar, todos los pedristas se dedicaron a lanzar cuchillos contra “el País”.

Pero asumamos algo que es casi de perogrullo: dentro de la confusión y de los sondeos interesados, existen algunos que dicen o se aproximan bastante a la realidad. No digo que sea sencillo separar las “buenas” de las “malas”, pero sí que existen indicios. Hay algunos precedentes que nos advierten del uso fraudulento de los sondeos: las elecciones generales de Inglaterra o las predicciones del famoso, como fallido, referéndum griego. También en Portugal daban como ganador al partido socialista, cosa que posteriormente no sucedió. Hay encuestas que en sí mismas encierran grandes incoherencias, como las que aseguran que un 70% no quiere que gobiernen ni PP ni PSOE, pero entre estos dos partidos, en esa misma encuesta, obtienen más del 30% restante. Lo que nadie puede negar, a un mes de las elecciones, es que en las últimas semanas se ha buscado potenciar de una manera bastante escandalosa las posibilidades electorales de Ciudadanos, ese partido neoliberal que huele a Nenuco pero tienen alma de Varón Dandy. Mi apuesta es que el partido de Albert Rivera aún se sitúa por detrás del Partido Socialista. Sin embargo, es posible que el PP se esté consolidando como la fuerza más votada de cara al 20 de diciembre.

Utilizar, como decía, las encuestas de manera tendenciosa, es buscar la domesticación de la sociedad. Es cierto que hay animales a los que no se les puede adiestrar, pero muchos hombres se descubren dóciles con el poder establecido o que parece por establecer. Yo siempre he sostenido que las personas que amamos la libertad por encima de todas las cosas, porque entendemos que la libertad de cada persona es un sinónimo de su dignidad, cuanto más nos intentan domesticar más rebeldes nos volvemos. Pero no rebeldes sin causa, sino al revés, con más causa que nunca. La sociedad española no puede ser domesticada por intereses mediáticos-partidistas que se reflejan en proyecciones electorales falsas y forzadas.

No quisiera dar la impresión de que pido no creer en nada. Los que no creemos en Dios no podemos permitirnos el lujo de no creer en nadie, porque si uno no cree en nadie terminará por no creer ni en uno mismo. Ante esta locura de las encuestas debemos de creer, más que nunca, en lo que nos dicta nuestros valores y nuestros sentimientos. Cojamos ese “velo de la ignorancia” de Rawls y de todos los candidatos elijamos al que, verdaderamente, despierta en nosotros una mínima luz, aunque sea, de esperanza. Votemos en libertad y de espaldas a las encuestas.

Estándar
Ciudadanos, Constitucion, PSOE

El falso mito de la reforma constitucional

¿Qué es una constitución?, ¿cuáles son sus efectos y sus funciones? Dos preguntas interesantes que muchos deberían responder antes de abrazarse de manera obsesiva a una reforma constitucional que, según parece, solucionaría todos nuestros males, de lo que cabe deducir que todos los problemas que nos asaltan en el presente son debidos a esa mala constitución que se hizo en el pasado. En ninguna democracia sólida y respetable a los 40 años de aprobar su constitución se plantearían triturarla y abrir un nuevo proceso constituyente originario, como pretende, por ejemplo, el líder de Podemos.

Con esto no quiero decir que la constitución española no deba ser modificada, pero teniendo en cuenta dos aspectos esenciales: si estamos en el momento adecuado para hacerlo; y si, actualmente, la constitución del 78 pone algún impedimento para conseguir aplicar las políticas que este país necesita para dejar atrás estos 4 últimos ignominiosos años de gobierno del PP. En primer lugar, tengo serias dudas de que nos encontremos en un periodo propicio para gastar tiempo y fuerzas en modificar nuestra CE ya sea en los términos que plantea el Partido Socialista o, en menor medida, Ciudadanos.

Hay que tener en cuenta que la constitución no puede ser nunca el blindaje legal del programa electoral de un partido. La reforma constitucional que propone Pedro Sánchez va directa a perfilar nítidamente la “nueva” constitución como una carta marga socialdemócrata, trasladando a la carta marga muchos aspectos y derechos políticos que deben garantizarse no a través de una constitución sino a través de un gobierno respaldado por la mayoría en unas elecciones. Implantar en la constitución el derecho a una renta básica o la inversión mínima en educación o sanidad, supone constitucionalizar medidas concretas de un partido, el PSOE, que no comparten otros partidos como el PP o Ciudadanos. No se puede obligar por ley a ejecutar un mínimo de políticas por decreto, porque estaríamos de esta manera pervirtiendo el sentido mismo de la democracia y de las elecciones.

Además de este sesgo partidista que pretende Pedro Sánchez introducir en la CE con su proyecto de reforma, no podemos obviar que ninguna reforma constitucional puede presentarse como la contrapartida o la solución al desafío separatista que ha estallado en Cataluña. A mí me causa una gran sorpresa cuando ante la moción para iniciar la “desconexión” catalana de España, muchos hablan de “choque de trenes” y acusan a Rajoy de ser el responsable de ese viaje al abismo de Mas y de la CUP. Si hablamos de defender la unidad de España hay dos opciones: o se está a favor de ella o en contra. No existen posturas intermedias ni terceras vías que no sabemos bien a qué destino nos llevan. Que luego queramos discutir si España debe ser un estado federal, un estado unitario o quedarse como está, es otra cuestión. Pero la unidad de nuestro país no es un debate que pueda admitir grises matices.

La segunda cuestión que planteo tiene mucho que ver con eso que oímos asiduamente de que debemos reformar la constitución para “salvarla”. Otra cosa distinta es que sea más prioritario salvar ahora a las personas antes que a nuestra carta magna, tarea obligada y urgente de la que debería ocuparse de manera minuciosa la izquierda. Reconstruir nuestro estado del bienestar y volver a hacer de España un país de oportunidades, derechos y futuro, es algo perfectamente posible si lo hacemos con esta actual constitución.

Quien pretenda ligar la consecución de un país progresista a la reforma constitucional está mintiendo y confundiendo a la ciudadanía. Las políticas de izquierdas, los proyectos de gobierno, se elaboran y se ejecutan desde el poder y desde el parlamento. No es una buena idea buscar en la reforma constitucional un símbolo de identidad propia que no se consigue de manera natural a la hora de presentar una alternativa coherente y cohesionada al modelo neoliberal de la nueva derecha y de la vieja, que vienen a ser lo mismo.

España necesita cambios y reformas que, sin embargo, no se afrontan en las ofertas partidistas actuales. Como, sin duda alguna, la de la administración, en cuanto a desigualdades entre territorios de funcionarios que hacen la misma labor; o el lastre que supone el inframunicipalismo para ofrecer a muchos ciudadanos servicios públicos necesarios de calidad y sin un coste excesivo. Pero sobre la estructura territorial del poder y la competencia egoísta de cada CCAA que acaba perjudicando al conjunto de los españoles, ya hablaremos otro día. ¿Reforma constitucional? Sí, pero a tiempo y en su justa medida.

Estándar
Juventudes, liderazgo, PP, PSOE

Efebocracia

Para empezar diré que el título del artículo no es algo original mío, sino que se lo he tomado prestado al diputado del PNV Emilio Olabarría, el cual dijo al despedirse: «No soy apologeta de la efebocracia, espero que los que vengan sean mejores que los que lo hemos dejado, pero tengo algunas dudas». La verdad, yo también tengo muchas dudas de que se pueda construir un relato político mejor basándonos en esta nueva moda complementaria a la “regeneración” y que supone la virtud en sí misma de la “juventud”. ¿Es la juventud un valor que te hace ser un privilegiado de cara a política? Yo apuesto que no, pero el problema es que mientras algunos utilizan a las juventudes de los partidos para ir creando una bolsa de “funcionarios de la política” fieles y leales a la élite, otros potencian la “efebocracia” porque no tienen nada más que ofrecer que “el divino tesoro” que supone para muchos el ser jóvenes, porque gracias a ello, desde luego, consiguen hacer caja y carrera.

Siempre he huido de esas frases hechas como la que nos dice que los jóvenes son “el futuro”. Nada más lejos de la realidad. Los jóvenes ya son el presente, y mandando a alguien al “futuro” solo consigues arrebatarle el ahora. Algo de esto hay en los partidos, donde el papel que juegan sus juventudes es algo sobre lo que reflexionar si queremos que los tradicionales rasgos que acompañaban a los jóvenes vuelvan a tener significado dentro de esa feria del poder que supone empezar en Juventudes Socialistas o Nuevas Generaciones y terminar con 60 años sin haber conocido lo que se siente al trabajar fuera del partido. Es verdad que habitualmente juventud era sinónimo de rebeldía, de atrevimiento, de osadía, de espíritu crítico y de libertad. He de decir que en los aparatos políticos juveniles he conocido a muchos chicos y chicas que ya, a su corta edad, reproducían los peores vicios de sus mayores. Para lo que no pueden servir estas organizaciones políticas es para emplear estéticamente a sus miembros en pegar carteles, repartir preservativos y repetir los argumentarios que les llegan, mientras la ética, la moral y los verdaderos valores del socialismo son aparcados y utilizados por los más listos para empezar a labrar los peldaños de su ascenso en los escalones de las primeras deslealtades, engaños, jugarretas y silencio. Porque el silencio, ese que se camufla como “el bien del partido”, ya empieza a interiorizarse desde muy pequeñitos.

¿Tiene la gente joven que llega a la política algún modelo de país, de futuro y de sociedad, más allá de los tópicos establecidos y compartidos de manera generalista? Es muy alarmante escuchar a “jóvenes políticos” explicarte que se debe reformar la constitución porque “yo no la voté”. Por no hablar de cuando les preguntas que te cuenten por qué un estado federal es mejor para España y te dicen “porque así se potenciarán las nacionalidades y se arreglará lo de los catalanes”. Que nadie piense que me invento estas respuestas, sino que son verídicas y usuales. Ante tal analfabetismo funcional es evidente que no podemos ir más allá de algunas campañas propias sin espíritu ni alma, ni más allá de ser la muletilla servil al partido “de los mayores”. Es dramático que no se fomente la libertad de pensamiento, la visión crítica y la propia autonomía que correspondería a esta gente joven como vanguardia de nuestra lucha y nuestros sueños. Al final la única vanguardia que conocen algunos es la de sus méritos como verdugos voluntarios para posteriormente ser recompensados.

Por esto mismo, cuando al neoliberal de Albert Rivera se le escapó aquello de que solo los nacidos después de Franco tendrían derecho a hacer política, no dijo algo que una gran mayoría de la que compone la “nueva política” no pensase en su intimidad e incluso no pusiera en la práctica en sus “legítimas capacidades” como líderes. Pocas cosas me han parecido más absurdas y estúpidas que eso de un “pacto entre generaciones” como si dentro de un país pudiese trocearse a su sociedad por edades. Es, en definitiva, un discurso vacío, que busca diferenciar las partes sin entender que solo a través del todo se consigue crear una ilusión de futuro y una conciencia efectiva de país. O de estado, como cada uno prefiera llamarlo.

No creo que exista una vieja política y una nueva política, como conceptos tangibles que son antagonistas. Sí existe una política decente y otra indecente; una política social y otra política neoliberal; o, en definitiva, la buena política frente a la mala política. El día que los jóvenes que llegan a los partidos comprendan que no por ser jóvenes son mejores que sus “viejos”, podremos recuperar la fuerza de nuestro presente, que no debe ser otra que la igualdad no solo entre géneros sino entre generaciones para luchar por ese futuro que no es de los jóvenes sino de todos.

Estándar
Ciudadanos, liderazgo, PSOE

Líderes de cartón piedra

Estaba yo escuchando una canción cuando, de repente, visualicé una noticia llamativa. Sonaba “de cartón piedra”, del maestro Serrat, y observaba (con la foto ilustrando el artículo) el póster gigantesco que cubriría desde ese mismo día la fachada principal de Ferraz. La foto hercúlea era, lógicamente, de Pedro Sánchez, el líder supremo de esa selfie izquierda que se ha adueñado del PSOE, del PSOE de Pedro Sánchez, como a ellos mimos les gusta llamar al partido histórico y centenario fundado por Pablo Iglesias. Creo que en los más de 135 años de vida ningún líder, candidato o secretario general del partido había tenido la osadía de “apoderarse” nominalmente de la organización socialista.

No voy a negar que España, a pesar de ser un sistema de partidos, siempre ha tendido a un poder efectivo presidencialista, ya que la figura del presidente del Gobierno ocupa un lugar privilegiado y hegemónico en la dirección política del partido y del ejecutivo. Exceptuando casos como el de Calvo Sotelo, que fue un interino burócrata, y el de Mariano Rajoy, que es la nada hecha hombre. Lo cierto es que el liderazgo de los sucesivos presidentes que hemos tenido se ha ido edificando a través de sus años en la oposición y luego en su ejercicio gubernamental, terminando o bien aislados del partido (González) o bien odiados por el partido (como es el caso actualmente de Aznar). De Zapatero aún no se ha decidido su sedimentación histórica. La novedad, y quizás esto tiene que ver con lo que llaman “la nueva política”, es que asistimos a una colección de nuevos líderes que quieren las medallas antes de ganar ninguna batalla. Ya lo expliqué hace algunos artículos: se presentan como estadistas cuando aún no han alcanzado ni a sentarse en un sillón de decisión real de poder. Son líderes que no llegan con hambre de gloria, sino que son insaciables en su afán de darnos a todos de comer de su carne mesiánica, ya que piensan que los ciudadanos estamos necesitados de su luz cegadora para ver más claro el camino. El problema es que, en ocasiones, la oscuridad permite más maniobra visual que el resplandor luminoso, que te paraliza.

Uno de los grandes riesgos de este culto a la personalidad es que se confunde el partido con el líder, llegando a sostener que es el líder el que da prestigio al partido, como si en realidad le hiciera un favor por sacrificarse y presentarse a los ciudadanos defendiendo esas siglas. Sin ir más lejos es habitual escuchar entre la legión de “pedristas” como aseguran que Pedro está mejor valorado que el PSOE, cuando en ciertos datos de esas encuestas que tanto publicitan no aparece ese evidencia de manera clara. Es más, incluso se podría decir que los números desdicen esa afirmación, pero el palmero lo aguanta todo.

El culto al líder lleva a un juego peligroso: ya no se trata de un proyecto colectivo, del prestigio de las siglas partidistas, sino que exige adhesiones sumisas a una figura personal que puede llevar a desunir a la militancia. Cuando de lo que se trata es de promocionar y adular sin descanso a una personalidad, el sentido de comunidad y de valores comunes construidos va erosionándose poco a poco. Así aparecen enfrentamientos entre aquellos militantes dispuestos a dejarse su hacienda por el líder y los que están en su derecho de apartarse momentáneamente porque no creen en ese líder.

Posiblemente en un partido como Ciudadanos tenga sentido que todas las referencias apunten a Albert Rivera, porque es quien ha sostenido mediáticamente al partido cuando poca gente a nivel nacional estaba decidida a votarles. Albert está siendo para Ciudadanos lo que Felipe fue para el PSOE o Aznar para el PP. Aún así ese discurso de que Rivera es el alfa y el omega de la política española produce un abierto rechazo entre aquellos que creemos en la humildad y la prudencia a la hora de adorar a líderes de cartón piedra.

Hemos llegado a un punto donde al político no se le exige coherencia y un proyecto claro y viable de futuro, sino que dé espectáculo y quede bien en la foto. Asistimos atónitos a una carrera donde compiten todos los candidatos a ver quién es “el más normal de todos”. Así uno baila, la otra sale haciendo una coreografía, después se pasa por el karaoke para cantar “como una ola”, y así hasta que el día menos pensado alguno se haga un selfie cagando para demostrar que es más transparente que los demás, que no tiene nada que ocultar y que incluso defeca como cualquier español “normal y corriente”. Necesitamos políticos que sean buenos políticos, no buenos bailarines o contadores de chistes.

No quiero que el futuro de mi país se decida en una arena donde solo busquemos el espectáculo y el morbo personal. Que la política sea seria no significa que no pueda ser alegre, pero algunos quieren cambiar la alegría por hacer del ejercicio público algo vulgar e impostado, con líderes de cartón piedra y proyectos construidos sobre arenas movedizas.

Estándar
12O, España, nacion

España existe, aunque no nos guste

Desconozco si algún país con más de 500 años de historia sigue cada año meditando sobre lo que es, negándose una media parte y exaltándose la otra. Hablar de España supone dejar la razón y poner los testículos, porque debatir sobre nuestro pasado y hablar de nuestro futuro es casi un ejercicio de masoquismo. Desde el desastre del 98 hasta nuestros días, la idea de España ha pasado por diversas fases y modas, casi ninguna verdaderamente transcendental o constructiva. De un tiempo a esta parte lo que se lleva es negar a España, afirmando que es “una nación de naciones” o un “estado plurinacional”. Cualquier cosa antes que asumir que formamos un estado-nación cuyas posibilidades de dar lo mejor de nosotros son neutralizadas por la cruda realidad de que llevamos ya algunos años dando solamente lo peor.

Para empezar, y nadando a contra corriente, diré que España existe, que es una nación y una realidad con una solidez histórica aunque gran parte de nuestro pasado, y casi todo nuestro presente, nos produzca vergüenza o desasosiego. España existe, aunque no nos guste.

Precisamente cada 12 de octubre se repiten una serie de expresiones que reflejan la polarización de la sociedad española: los que se envuelven en la bandera sin saber demasiado por qué defienden esa bandera; y los que niegan la realidad de España porque somos un país de “genocidas” que “exterminaron a los indios”. Tengamos en cuenta que la celebración de este día viene dada por ser la efeméride del descubrimiento de América, por Cristóbal Colón, que tan malo no debió ser cuando hubo una época, no hace mucho, donde los catalanes quisieron reivindicar a Colón como catalán y precursor de Jordi Pujol, aunque este último acabase descubriendo Suiza. Posiblemente España no supo aprovechar la inmensa suerte que tuvo en el siglo XV de descubrir “el nuevo mundo”, pero este hito histórico es algo que no podemos ocultar con vergüenza porque supuso un punto de inflexión en la historia de la humanidad.

Es cierto que los españoles cometieron abusos, expolios y demás actos intolerables desde la visión de nuestros días. Pero todos los imperios coloniales, de aquella época e incluso de siglos posteriores, se asentaron en diversas prácticas de dominio consustanciales a la mentalidad de aquella época. Sin ir más lejos en Estados Unidos fueron a una guerra civil para decidir si la esclavitud seguía siendo legal o se abolía en los estados federados. Estamos hablando de 1861, un tiempo donde en ninguna parte de la España peninsular sería posible la esclavitud como forma legal de vida. Por no hablar de los diversos capítulos poco edificantes que una potencia como Inglaterra llevó a cabo en la expansión y control posterior de su imperio colonial. Podemos, en definitiva, sentenciar que la colonización de otros países, otras tierras y otras gentes por parte de terceros países fue algo que atentó contra los derechos humanos más básicos. Pero esto fue una realidad histórica que, en su momento, sucedió como lo más natural posible. De ahí que la evolución de la humanidad tenga un significado incuestionable en su avance como seres más humanizados, racionales y respetuosos.

Como decía, hablar de España nos convoca a un callejón sin salida donde muchos conceptos son mezclados y no pocos utilizados de manera espuria para inclinar el debate a lugares interesados por los que viven de esta tensión continua y esta negación nacional. Los que viven de afirmar su identidad a costa de negar la española nunca van a aceptar salir de este marco tan tóxico como ridículo.

Yo diría que la diferencia entre un catalán y un andaluz no radica en su mayor o menor españolidad, sino más bien en su posición geográfica: unos son del norte, otros son del sur. En toda realidad territorial extensa, ya sea un país o en la Unión Europea, hay una distinción evidente entre aquellos que viven al norte y aquellos que viven al sur. Hay muchas más diferencias entre alemanes y españoles que entre vascos y asturianos.

Casi siempre que hablamos de naciones y nacionalismos, muchos tienden a poner al mismo nivel el nacionalismo vasco o catalán con el nacionalismo español. Sin embargo, creo que no son comparables por un motivo más que evidente: el nacionalismo español siempre ha sido un sentimiento a la defensiva, con poco sustento ideológico detrás y patrocinado por la acción militar, especialmente tras los 40 años de franquismo. No en vano el desastre del 98 abrió el camino a un pensamiento depresivamente español donde muchos intelectuales de la época se preguntaban por el sentido de España y el futuro de los españoles, posibilitando la actitud activa y reivindicativa del nacionalista vasco y catalán que afirmaba su identidad frente a la menguante o débil identidad española puesta en entredicho. En la actualidad el nacionalismo español solo se sostiene por su utilidad preventiva frente a las amenazas de desagregación nacional. Si no existiera el independentismo catalán, por ejemplo, los nacionalistas españoles tendrían muchos más problemas para provocar un sentimiento de orgullo por ser español.

¿Cuál es la alternativa que proponen todos aquellos que ven esto de la nación como algo perverso y foco de conflictos? Una especie de patriotismo constitucional, al estilo alemán, donde nos sintamos orgullosos no de pertenecer a un país sino de ser parte de un estado, de una constitución, que nos da derechos, bienestar y progreso. Es decir, una especie de patriota tecnócrata donde toda emoción y sentimiento sea sustituido por un balance de cuentas y de satisfacción de expectativas personales.

El problema actual de España no es su nivel de patriotismo o su grado de identidad nacional, sino su funcionamiento como estado democrático de derecho y social. Hay quien prefiere derivar el debate a los sentimientos y a la identidad, pero la clave reside en analizar cómo hemos llegado hasta aquí y hacia dónde nos dirigimos. Aquellos que dicen que su patria son las escuelas, los hospitales o los trabajos dignos, yo les digo que estas cosas no son ninguna patria, sino nuestros derechos como ciudadanos. Hablemos de España, de la nación y de nuestra ciudadanía en su justa medida para conseguir combatir los problemas que nos afectan desde su raíz más pura.

Estándar
OTAN, Rusia, Siria, UE

El idealismo como suicidio internacional

En un mundo tan globalizado e interconectado como el actual, solo existe algo tan importante para un país como su política económica o interior: la exterior. La proyección internacional de los estados siempre ha sido un elemento básico en el lugar que han ocupado los mismos en la jerarquía de poder internacional. De ahí que dentro de la llamada sociedad internacional exista una tendencia que procura establecer unas pautas de ordenamiento que alejen a la humanidad del caos existente previo a la configuración westfeliana del mapa europeo. Precisamente, hace algunas semanas escribí en uno de mis artículos como los medios afines a nuestro actual gobierno intentaban convencernos de que importaba en la Unión Europea lo que dijese Rajoy o el ministro de Economía, nada más lejos de la realidad.

Desde que ganó el PP en el 2011, los españoles no solamente hemos visto rota la cohesión social, precarizados nuestros derechos y consumido nuestro estado del bienestar, sino que también tenemos el drama de sufrir una política exterior que es, simplemente, inexistente. El ministerio de Exteriores actual es una agencia de colocación para amigos y afines sin ningún tipo de acción internacional o comunitaria destacable que no sea la de ser los mamporreros de Alemania frente a los débiles y los esclavos agradecidos de Merkel cuando nos perdona alguna centésima del techo de déficit anual. Es cierto que con Zapatero, en los últimos años, España ya se desdibujó del mapa europeo, pero con Rajoy hemos alcanzado un desprestigio más que evidente y constatable, sobre todo para aquellos cientos de miles españoles que han tenido que marcharse de su país para intentar encontrar un futuro mejor.

Llegados a este punto, es cierto que la Unión Europea ha buscado establecer una política común y con ciertos criterios unitarios sobre las posiciones de todos sus países miembros, en una pretensión casi siempre abocada al fracaso porque en el tablero mundial cada país procura conseguir ciertos intereses que pueden chocar con los intereses del vecino. Pero más allá de la diplomacia, de la economía transnacional y la geopolítica, existe un campo vital que en estas últimas semanas se está poniendo en evidencia con la crisis de los refugiados y de Siria. Me refiero, claro está, a la cuestión de seguridad colectiva y compartida, representada en nuestro caso a través de la OTAN y de la propia UE. La conclusión inicial es obligada: ni la alianza ni la unión han conseguido funcionar de manera efectiva frente al problema existente en el país sirio. Ha tenido que ser Rusia la que directamente diese un paso adelante para destruir ese núcleo de violencia y terror ocupado por los fanáticos yihadistas.

Como era de esperar la intervención rusa ha suscitado varias protestas de aquellos que piensan que los problemas internacionales, incluso algunos que podrían catalogarse como “guerras”, se solucionan mediante el diálogo y la negociación. Son, por así decirlo, los herederos del idealismo de los años 30, ese que puso una alfombra roja a Hitler para que llevase a toda Europa a la destrucción masiva. ¿Se pueden regir las actuales relaciones internacionales mediante vectores que excluyan la coacción y el uso de la fuerza si fuera necesario? Evidentemente que no, y a pesar de que la ONU prohíbe expresamente la guerra, bien es cierto que deja abierto el derecho a la legítima defensa y a la actuación conjunta de los países en lugares que supongan una amenaza a la paz y a la seguridad mundial.

En este sentido pienso que la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría no supuso el inicio de una nueva época donde el mundo fuese más seguro, sino todo lo contrario. Incluso podría decirse que en la actualidad hay dos grandes potencias como Rusia y China que discuten abiertamente la hegemonía intermitente de los Estados Unidos, única superpotencia desde el derrumbe de la URSS. Vivimos tiempos donde los conflictos en diversos lugares de Oriente Medio van a suponer continuas amenazas al orden mundial establecido, porque el choque de civilizaciones no es solo una famosa obra de ensayo político sino una realidad ya irrefutable.

Ni la OTAN ni la UE pueden mostrarse débiles ante situaciones que requieren contundencia y determinación. No podemos aplaudir el tratado anti nuclear entre EEUU e Irán mientras no hacemos nada en el infierno implantado en Siria. Mantener la paz requiere actuar a su favor, no aceptar conflictos siempre y cuando no traspasen las fronteras. Un mundo seguro y justo se empieza a defender, precisamente, en aquellos países donde sus ciudadanos se vean obligados a huir para poder conservar la vida. ¿Idealismo? No, por favor. Realismo guiado por el equilibrio y el sentido insobornable de la justicia social.

Estándar
izquierda, política, PSOE

El buen socialista

Este martes pasado tuve el placer de asistir a la conferencia en Almería del profesor Pérez Tapias, inaugurando el curso político de la agrupación socialista de la capital. Es maravilloso que en estos tiempos de prefabricados y eslóganes enlatados existan políticos y élites que se preocupen por el debate y la reflexión en el seno de sus agrupaciones. La estela que dejará Fernando Martínez tras su paso por el socialismo almeriense será, sin duda, muy difícil de superar y hasta de conservar, pues no se dan marcos favorables a la crítica, a la política sincera y al valor del mérito del trabajo íntegro de un verdadero socialista. Dicho esto, me llevé una grata sorpresa al ver la sala donde iba a exponer Tapias absolutamente llena, sin necesidad de forzar presencias o de presiones internas. La gente fue a escuchar a un socialista y a un intelectual, no a hacerse selfies. De hecho creo que nadie le pidió al filósofo granadino un selfie.

De la charla que nos ofreció el que fue candidato a SG del PSOE me gustaría quedarme con una parte que enlaza con la idea del artículo que tenía pensando escribir para esta semana. Me refiero a cuando explicó que militar en un partido, aunque suene a “militar”, debería de significar exactamente lo contrario: un espacio de trabajo común, donde la lealtad no se confunda con la sumisión ni la necesaria jerarquía orgánica con una cadena de mando despótica y arbitraria. Todos sabemos, por desgracia, que a veces esta pretensión lógica y necesaria si hablamos de partidos democráticos queda dramáticamente anulada al acercamos con honestidad a la práctica habitual de muchas élites que ocupan, en la actualidad, el escaparate público socialista.

Yo no me escondo y lo digo claro: desafiando a la lógica, no siempre en el escaparate del socialismo se encuentran los mejores hombres y mujeres que habitan y sostienen el PSOE. ¿A qué empresa se le ocurriría colocar malos productos en el escaparate de su tienda? Solo la que quisiera acabar quebrando y echando el cierre. Y aunque estoy en contra de comparar la política con el mercado, usaremos este símil para comprobar como, efectivamente, el Partido Socialista se encuentra desde hace tiempo en una crisis electoral y de identidad que ha sido usada por muchos para amarrarse aún más a su silla y fortalecerse dentro de ese corralito de poder que implantan gracias a los verdugos voluntarios siempre dispuestos a conjugar el verbo de la calumnia y de la traición.

Precisamente aquellos que aún se atreven a ser libres y críticos dentro de un partido se arriesgan a que les hagan daño e incluso a cierta persecución. Muchos pensarán que eso de las “listas negras” es algo propio de la KGB y del recurso literario, pero si bien no existen de manera material, sí funcionan a la hora de confeccionar listas y repartir puestos de responsabilidad pública y de trabajo. De ahí que podamos hablar de listas, de listos y de tontos útiles. Es llamativo, llegados a este punto, como escuchamos esos murmullos y rebuznos de aquellos cobardes que se atribuyen la potestad de decir quién es, o no es, un “buen socialista”. Para estos, criticar al partido, reflexionar sobre contradicciones que son evidentes y que la ciudadanía castiga, es parecer “que no somos del PSOE”, quizás porque ser socialista se limita para algunos a tener un carnet que lo justifica todo, incluso ejercer un liderazgo interno basado en la tiranía, en la difamación, en el chantaje y en las jugadas desleales. Pero la verdad es que por muchos ascensos que tengan o que lleguen, hay personas tan inanes, tan vacías y tan prescindibles que no aportan absolutamente nada a las siglas de las cuales se aprovechan y llevan tantos lustros viviendo. Ellos, sin el PSOE, serían nada. Por desgracia el PSOE, bajo su yugo, cada vez es menos.

Cuando la política se reduce a la promoción de espejismos y a la autopropaganda de consumo sectariamente interno, nadie puede esperar que esos políticos generen emociones y mayorías sociales, porque la sociedad va huyendo, lentamente, de las palabras impostadas y los discursos aflautados. No podemos permitirnos un socialismo que intenta engañarse a sí mismo repitiendo que los resultados del PSC el 27-S han sido aceptables, que hemos incluso “salvado los muebles”. ¿A qué aspira ese socialismo? El PSC ha sacado menos votos, con mucha más participación, que en las municipales de mayo, además de haber cosechado el peor resultado de su historia en unas autonómicas catalanas. Cuando nos preguntamos por qué la gente no termina de volver a creer en nosotros solo tendremos que mirarnos al espejo para encontrar la respuesta: porque se nota demasiado que nos callamos ante nuestras propias mentiras.

Vuelvo, una vez más, a tomar como referencia los más de 50 mil nuevos militantes del Partido Laborista desde la victoria de Corbyn. Y esto es algo que se tiene o no se tiene, porque es imposible de forzar por mucho marketing de diseño que se repita irreflexivamente. Es nuestra responsabilidad evitar que dentro de nuestro partido triunfen los mediocres, los palmeros y los psicópatas de la política. Sabemos quiénes son, porque tarde o temprano se acaban descubriendo.

Algunos ya vienen de serie, eso sí. No existe más “bien del partido” que el triunfo de su gente de bien. Por supuesto que están los buenos y están los malos. Pero hay otra división aún más importante: los que se atreven a luchar y los que solo aspiran a criticar desde fuera lo que no han sido capaces de evitar desde dentro.

Estándar
Cataluña, liderazgo, política

Ser político, hacer política

Hace unos días un compañero de partido, cuya palabra es necesaria escucharla si quieres aprender, me dijo que ser político era algo relativamente fácil, pero hacer política (de la buena, se entiende) ya es más complicado. Y es verdad: ser político en estos tiempos es fácil porque a la hora de hacer política hemos dejado de exigir talento y valentía. Si no se exige nada a cambio de ser algo, es evidente que cualquiera puede llegar a serlo. Es este sentido, además, en el peor que puede brindarnos este concepto: no se trata de defender una democracia elitista, sino una democracia ilustrada.

Habrá quien piense que es complejo determinar qué cualidades son las necesarias para que alguien sea un buen político; pero posiblemente sea más asequible identificar de manera casi infalible a todos aquellos que no lo son. Y, en el caso de duda, no levantar nunca el banderín. El drama, sin embargo, es que dentro de los partidos es costumbre levantar el banderín y tocar con fuerza el silbato cuando se descubre a un compañero capaz de marcar gol por él mismo sin necesidad de prevaricación del árbitro.

Dentro de este debate, complejo y difícil, sobre qué aptitudes se requieren para ser un buen político, contamos con el lenguaje popular que siempre nos ayuda o bien para darnos cuenta de la sabiduría del pueblo, o bien para entender la confusión del mismo. Por ejemplo, preguntemos sobre los políticos. ¿Qué cualidades debe tener un político? Y las dos respuestas más habituales son las siguientes: vocación y devoción. Intuyo, me temo, que mucha gente quiere decir lo mismo pero confunde estos términos, ya que a pesar de sonar parecidos apelan a realidades muy diferentes. Si tuviera que quedarme con uno lo haría, sin duda, por la devoción. Porque esto de la vocación suena tan a religioso que corre el riesgo de convertir la política en un marco sectario, algo que en ciertos lugares desgraciadamente ya lo es. Pero la devoción por la política, por ser político, es algo más puro, más valioso, porque implica respeto y dignificación por aquello que sientes y que haces. En este país estamos muy faltos de dignidad política y respeto democrático hacia el cargo público que uno ostenta y la ciudadanía que representa.

Ser dignos en política exige un esfuerzo moral e intelectual que, para muchos, supone un desafío inalcanzable. Pero solo se hacen respetar aquellos países que dignifican sus valores y su sentido vital. Un país que no aporte progreso, justicia y bienestar a sus ciudadanos es un país destinado a la desafección e, incluso, a la desmembración de alguna de sus partes. Hablo, claro está, de España. Y, por extensión, del separatismo catalán.

Hay una parte dentro del discurso de los independentistas bastante inocente, aunque sea en el fondo profundamente perverso: creen que todos los ineptos y corruptos que les llevan años gobernando son producto y culpa del “estado español”. Piensan que la tasa de paro, los sueldos precarios, los recortes en derechos y las políticas de austeridad, las sufren en Cataluña por culpa de Madrid. Es más, están convencidos que yéndose lejos de España lograrán ser una especie de Suecia, de Suiza o de Noruega mediterránea, ignorando que no existe nada más parecido a la derecha española que la derecha catalana.

Si el desgobierno, los recortes y el padecimiento de malos políticos fuese causa suficiente para pedir la creación de un nuevo estado, no habría ni una sola parte de España que no reclamase mañana su independencia. Cataluña no es un pueblo oprimido por una elite mafiosa, extractiva y sinvergüenza castellana, sino una sociedad que han llevado al abismo aquellos que solo tienen como preocupación la consecución de una impunidad política y judicial que únicamente una Cataluña soberana podría darles. Nadie en su sano juicio pensaría que en una Cataluña independiente se iba a juzgar a Pujol o a investigar el 3% de CiU.

Si España tiene un problema de desafección hacia su bandera y su significado, no podemos culpar exclusivamente de ello a los catalanes. No se trata de estar creando una sociedad de apátridas, sino del problema que nace cuando el único orgullo nacional se llama selección de fútbol o de baloncesto. Lo que nos lleva a una conclusión paralela a la inicial de este artículo: ser español puede ser, o no, algo fácil; pero “hacer España” se está poniendo cada día más difícil.

Estándar
Corbyn, Laborismo, socialismo

Corbyn no vino a cantar

Desde que Berlusconi demostró, allá por el 93-94, que la política-espectáculo podía llegar a ganar elecciones, muchos han sido los que han sucumbido a ese camino de luces y humo donde el mensaje (propaganda) y la imagen (el marketing) es todo lo que se requiere para triunfar en política. Como todo en esta vida, habitar en ese exceso nos impide observar la importancia que tienen estos dos factores anteriores en su justa medida: el mensaje, puesto que las palabras son un vehículo imprescindible para llegar al votante; y la imagen, que nos da una primera oportunidad para que el ciudadano decida pararse a escuchar lo que tenemos que decirle. Sin embargo, existe algo esencial llegados a este punto: ni el eslogan ni la foto pueden nunca sustituir a los hechos. Ya lo dijo aquel, “por sus hechos los conoceréis”, y pocas verdades existen más sólidas en este mundo.

Hace casi una semana se produjo en Inglaterra un hito destinado a marcar un antes y un después en la política europea: la victoria de Jeremy Corbyn en las primarias del Partido Laborista. Una victoria por la que meses antes nadie apostaba, al calificar al sindicalista de 66 años de algo “excéntrico” y “marginal”. Es más, pasó el corte de los avales por muy poco.

Como es lógico, después de reírse de él, los medios al servicio del neoliberalismo inglés y europeo empezaron a calumniarle advirtiendo que era un extremista y un amigo de los terroristas palestinos, entre otras perlas ensangrentadas de esa infamia tan viscosa que es la media verdad condensada de mentiras masivas. Pues bien, a pesar de las campañas contra él tan agresivas de los últimos días previos a la votación, consiguió ganar con casi un 60% de los votos. A las pocas horas David Cameron advertía que el nuevo líder laborista era un peligro para la seguridad nacional. ¿Qué toca ahora? Empezar a propagar la idea de que Jeremy jamás podrá ser primer ministro y que, incluso, es casi imposible que llegue vivo políticamente a 2020. Y en esto están todos los medios sumisos al poder, no solo en Inglaterra sino también incluso en España. Es importante que la “ilusión Corbyn” no llegue de ninguna manera a nuestro país.

Justo antes de escribir este artículo podía leer en un periódico nacional antaño referente de la izquierda y del lector progresista, una noticia donde aseguraba que ya Corbyn había certificado que jamás llegaría a la presidencia británica. ¿Por qué? Porque durante el acto de conmemoración a los caídos en la batalla entre el ejército británico y los nazis, el sindicalista no había cantado el himno nacional “Dios salve a la Reina”. Simplemente se había limitado a estar de pie en un respetuoso silencio escuchando a los demás cantar. Ah, y además tenía el botón superior de la camisa desabrochado, ¡algo intolerable!

La cuestión es que en la primera semana como líder de los Laboristas, Corbyn hizo algo mucho más importante y significativo de la triada anteriormente expuesta: mensaje-imagen-hechos. Así, frente a la imagen de que no ha venido a la política a cantar, sí demostró en su primera sesión parlamentaria de control al gobierno que estaba dispuesto a hacer lo que había prometido. Por primera vez en la historia fueron 6 contribuyentes los que preguntaron, a través del político laborista, a su presidente del gobierno. Corbyn escogió 6 cuestiones de las más de 40 mil que le hicieron llegar ciudadanos británicos de cara a la sesión parlamentaria. A lo mejor soy alguien raro, pero a mí me parece más importante llevar la voz del pueblo de esa manera directa al parlamento que no la voz de tu garganta a un acto coral de tu himno. Para otros, es verdad, tiene más importancia el himno que las personas.

Con esto podemos extraer una lección importante en política: si estás dispuesto a ser tú mismo, debes prepararte para que vayan los del motón que viven del poder, y gracias a la anestesia de la ciudadanía, a por ti. Es difícil imaginar algo más importante para una persona que su honor propio. Cuando entres en política no pienses que los demás respetarán y te reconocerán ese honor, porque cometerás un error casi mortal. Es más, cuanto más honorable llegues a ser a los ojos de otros, más intentarán derrumbar ese muro de prestigio personal. Hay quien piensa que es más fácil hacer un camino hacia el éxito desde la indignidad y las injurias a terceros. Y tienen razón: allá donde triunfen los viles es un sitio envilecido.

El dilema es quedarse y seguir luchando por tu honor, o marcharte y encontrar nuevos caminos para ser feliz luchando por lo que crees. Corbyn ha demostrado que es posible, en un escenario tan complejo y conservador como ha sido siempre Inglaterra. Y en estos primeros días está certificando que vino a la política a hacer política, no a cantar ni a bailar. Necesitamos urgentemente un Corbyn que lidere y revitalice al Partido Socialista. A nuestro Partido Socialista, sin nombre ni apellido personal.

Estándar
Cataluña, política, PSOE

Palabras grandes, políticos pequeños

En la política noble se usan las palabras para persuadir y mostrar. En cambio, en la política de la imagen y la estafa se usan para confundir y camuflar, incluso en muchas ocasiones como escudo para el vacío espiritual e ideológico. Estoy convencido de que aquellos que no ponen el alma en lo que hacen, carecen de valores y de ideas firmes para ofrecer a los demás. De un tiempo a esta parte he venido observando una patología común a todos esos líderes que se autodenominan “moderados”, “sensatos” o de “centro”, porque ser de izquierdas es algo radical que asusta a las clases medias. Una patología que consiste en algo sorprendente: antes de gobernar, solo por el hecho de ser candidatos al gobierno, pretenden situarse ante la sociedad y ante la historia como estadistas y hombres de estado. Aquí buscan el camino inverso del oráculo, el cual basaba su poder en la capacidad para predecir el futuro; ahora estos gobernantes vírgenes quieren ser algo que solo el juicio del tiempo y de la historia otorga a unos pocos privilegiados: el ser un gran hombre de estado.

Confundir un proyecto coherente de futuro para tu país con una especie de misión teleológica trascendental que el destino te ha otorgado cual mesías irresistible es muy peligroso. Sobre todo cuando esta egolatría tóxica y que se retroalimenta se proyecta hacia una sociedad. Un político que pretenda ser estadista antes de reproducir su obra tiene, como mínimo, esta parte mesiánica potencialmente grabada en su ambición. Así surgen esos lugares comunes, esas grandes frases y solemnes palabras que se repiten una y otra vez como prueba inequívoca de la inanidad ideológica del que se aferra a ellas. Generalmente cuanto más grandiosos son los conceptos verbales de los candidatos, más pequeños serán como gobernantes, en el caso de que lleguen.

Uno de los grandes debates que existen dentro del marco dialéctico de las personas libres es aquel que enfrenta al partido frente al candidato. O yendo más allá: eso que llaman “bien común” frente a la integridad de la persona. Hoy nos centraremos en el primer combate, de gran interés ante los procesos electorales que se avecinan. Pensemos en lo siguiente: si nuestro partido presenta a un candidato o una lista regional que consideramos indigna de nuestro voto, ¿estamos obligados a votar igualmente con la pinza en la nariz porque “el partido está por encima de las personas”? Un dilema realmente conflictivo porque es usado, a menudo, por aquellos vividores de la política para que nadie cuestione ese círculo vicioso que es el corralito del poder del que se alimentan muchos años auténticos inútiles sin valor alguno que aportar ni al partido del que viven, ni a la sociedad que representan. En este caso, si eres militante y cuestionas a los candidatos de tu partido serás acusado de desleal, traidor y diversos calificativos más propios de una secta que de un derecho democrático legítimo de apoyar en todo momento a quien creas merecedor.

Porque el debate se enquista más cuando nos damos cuenta que son los valores de un partido aquello que une a sus miembros, pero son las personas que ocupan sus cargos lo que acaba separando si esta selección se hace de manera despótica, con indicios claros de nepotismo y promoción mayoritaria de los palmeros y mediocres. Tener a políticos incapaces e ineptos es tan peligroso como el tener a gobernantes corruptos. Veamos, por ejemplo, la incapacidad de la clase política española para enfrentarse al “golpe de estado a cámara lenta” de Mas y compañía.

Lo primero que leemos de forma incesante: “hay que tender puentes, no destruirlos”. Puentes que se creían firmes desde la constitución del 78 pero que, de repente, parecen intransitables porque así lo decide una parte de los políticos catalanes (separatistas) y es asumida progresivamente y de forma acrítica por los medios y partidos de izquierdas. Después pasamos al “diálogo”, diálogo sobre todo y ante todo. Aparece una plataforma llamada “Tercera Vía” que pide diálogo, mucho diálogo, pero que en su presentación no plantea ninguna propuesta concreta. Se dice que la situación actual de Cataluña es insostenible y que es necesario reconocer las “singularidades” de la nación catalana pero sin reconocerla constitucionalmente como nación, cuando ya en la CE del 78 se habla de “nacionalidades”.

Y, finalmente, el eslogan definitivo del PSOE ante el 27-S: “Una Cataluña mejor en una España diferente”. ¿Qué significa? Absolutamente nada. Según Iceta si el TC no hubiese corregido el estatut de Zapatero y Mas nada de esto estaría pasando, pero se equivoca. Por supuesto que estaría pasando. Por algo muy simple: el estatuto catalán refrendado por la ciudadanía (no llegó al 50% de participación) contenía elementos claramente inconstitucionales. Dudo que ningún estadista permita elaborar leyes contrarias a la norma jurídica suprema basándose en un posterior referendo popular, ya que estaríamos claramente ante un fraude constitucional.

Estándar