Hace unos días un compañero de partido, cuya palabra es necesaria escucharla si quieres aprender, me dijo que ser político era algo relativamente fácil, pero hacer política (de la buena, se entiende) ya es más complicado. Y es verdad: ser político en estos tiempos es fácil porque a la hora de hacer política hemos dejado de exigir talento y valentía. Si no se exige nada a cambio de ser algo, es evidente que cualquiera puede llegar a serlo. Es este sentido, además, en el peor que puede brindarnos este concepto: no se trata de defender una democracia elitista, sino una democracia ilustrada.
Habrá quien piense que es complejo determinar qué cualidades son las necesarias para que alguien sea un buen político; pero posiblemente sea más asequible identificar de manera casi infalible a todos aquellos que no lo son. Y, en el caso de duda, no levantar nunca el banderín. El drama, sin embargo, es que dentro de los partidos es costumbre levantar el banderín y tocar con fuerza el silbato cuando se descubre a un compañero capaz de marcar gol por él mismo sin necesidad de prevaricación del árbitro.
Dentro de este debate, complejo y difícil, sobre qué aptitudes se requieren para ser un buen político, contamos con el lenguaje popular que siempre nos ayuda o bien para darnos cuenta de la sabiduría del pueblo, o bien para entender la confusión del mismo. Por ejemplo, preguntemos sobre los políticos. ¿Qué cualidades debe tener un político? Y las dos respuestas más habituales son las siguientes: vocación y devoción. Intuyo, me temo, que mucha gente quiere decir lo mismo pero confunde estos términos, ya que a pesar de sonar parecidos apelan a realidades muy diferentes. Si tuviera que quedarme con uno lo haría, sin duda, por la devoción. Porque esto de la vocación suena tan a religioso que corre el riesgo de convertir la política en un marco sectario, algo que en ciertos lugares desgraciadamente ya lo es. Pero la devoción por la política, por ser político, es algo más puro, más valioso, porque implica respeto y dignificación por aquello que sientes y que haces. En este país estamos muy faltos de dignidad política y respeto democrático hacia el cargo público que uno ostenta y la ciudadanía que representa.
Ser dignos en política exige un esfuerzo moral e intelectual que, para muchos, supone un desafío inalcanzable. Pero solo se hacen respetar aquellos países que dignifican sus valores y su sentido vital. Un país que no aporte progreso, justicia y bienestar a sus ciudadanos es un país destinado a la desafección e, incluso, a la desmembración de alguna de sus partes. Hablo, claro está, de España. Y, por extensión, del separatismo catalán.
Hay una parte dentro del discurso de los independentistas bastante inocente, aunque sea en el fondo profundamente perverso: creen que todos los ineptos y corruptos que les llevan años gobernando son producto y culpa del “estado español”. Piensan que la tasa de paro, los sueldos precarios, los recortes en derechos y las políticas de austeridad, las sufren en Cataluña por culpa de Madrid. Es más, están convencidos que yéndose lejos de España lograrán ser una especie de Suecia, de Suiza o de Noruega mediterránea, ignorando que no existe nada más parecido a la derecha española que la derecha catalana.
Si el desgobierno, los recortes y el padecimiento de malos políticos fuese causa suficiente para pedir la creación de un nuevo estado, no habría ni una sola parte de España que no reclamase mañana su independencia. Cataluña no es un pueblo oprimido por una elite mafiosa, extractiva y sinvergüenza castellana, sino una sociedad que han llevado al abismo aquellos que solo tienen como preocupación la consecución de una impunidad política y judicial que únicamente una Cataluña soberana podría darles. Nadie en su sano juicio pensaría que en una Cataluña independiente se iba a juzgar a Pujol o a investigar el 3% de CiU.
Si España tiene un problema de desafección hacia su bandera y su significado, no podemos culpar exclusivamente de ello a los catalanes. No se trata de estar creando una sociedad de apátridas, sino del problema que nace cuando el único orgullo nacional se llama selección de fútbol o de baloncesto. Lo que nos lleva a una conclusión paralela a la inicial de este artículo: ser español puede ser, o no, algo fácil; pero “hacer España” se está poniendo cada día más difícil.