Cataluña, liderazgo, política

Ser político, hacer política

Hace unos días un compañero de partido, cuya palabra es necesaria escucharla si quieres aprender, me dijo que ser político era algo relativamente fácil, pero hacer política (de la buena, se entiende) ya es más complicado. Y es verdad: ser político en estos tiempos es fácil porque a la hora de hacer política hemos dejado de exigir talento y valentía. Si no se exige nada a cambio de ser algo, es evidente que cualquiera puede llegar a serlo. Es este sentido, además, en el peor que puede brindarnos este concepto: no se trata de defender una democracia elitista, sino una democracia ilustrada.

Habrá quien piense que es complejo determinar qué cualidades son las necesarias para que alguien sea un buen político; pero posiblemente sea más asequible identificar de manera casi infalible a todos aquellos que no lo son. Y, en el caso de duda, no levantar nunca el banderín. El drama, sin embargo, es que dentro de los partidos es costumbre levantar el banderín y tocar con fuerza el silbato cuando se descubre a un compañero capaz de marcar gol por él mismo sin necesidad de prevaricación del árbitro.

Dentro de este debate, complejo y difícil, sobre qué aptitudes se requieren para ser un buen político, contamos con el lenguaje popular que siempre nos ayuda o bien para darnos cuenta de la sabiduría del pueblo, o bien para entender la confusión del mismo. Por ejemplo, preguntemos sobre los políticos. ¿Qué cualidades debe tener un político? Y las dos respuestas más habituales son las siguientes: vocación y devoción. Intuyo, me temo, que mucha gente quiere decir lo mismo pero confunde estos términos, ya que a pesar de sonar parecidos apelan a realidades muy diferentes. Si tuviera que quedarme con uno lo haría, sin duda, por la devoción. Porque esto de la vocación suena tan a religioso que corre el riesgo de convertir la política en un marco sectario, algo que en ciertos lugares desgraciadamente ya lo es. Pero la devoción por la política, por ser político, es algo más puro, más valioso, porque implica respeto y dignificación por aquello que sientes y que haces. En este país estamos muy faltos de dignidad política y respeto democrático hacia el cargo público que uno ostenta y la ciudadanía que representa.

Ser dignos en política exige un esfuerzo moral e intelectual que, para muchos, supone un desafío inalcanzable. Pero solo se hacen respetar aquellos países que dignifican sus valores y su sentido vital. Un país que no aporte progreso, justicia y bienestar a sus ciudadanos es un país destinado a la desafección e, incluso, a la desmembración de alguna de sus partes. Hablo, claro está, de España. Y, por extensión, del separatismo catalán.

Hay una parte dentro del discurso de los independentistas bastante inocente, aunque sea en el fondo profundamente perverso: creen que todos los ineptos y corruptos que les llevan años gobernando son producto y culpa del “estado español”. Piensan que la tasa de paro, los sueldos precarios, los recortes en derechos y las políticas de austeridad, las sufren en Cataluña por culpa de Madrid. Es más, están convencidos que yéndose lejos de España lograrán ser una especie de Suecia, de Suiza o de Noruega mediterránea, ignorando que no existe nada más parecido a la derecha española que la derecha catalana.

Si el desgobierno, los recortes y el padecimiento de malos políticos fuese causa suficiente para pedir la creación de un nuevo estado, no habría ni una sola parte de España que no reclamase mañana su independencia. Cataluña no es un pueblo oprimido por una elite mafiosa, extractiva y sinvergüenza castellana, sino una sociedad que han llevado al abismo aquellos que solo tienen como preocupación la consecución de una impunidad política y judicial que únicamente una Cataluña soberana podría darles. Nadie en su sano juicio pensaría que en una Cataluña independiente se iba a juzgar a Pujol o a investigar el 3% de CiU.

Si España tiene un problema de desafección hacia su bandera y su significado, no podemos culpar exclusivamente de ello a los catalanes. No se trata de estar creando una sociedad de apátridas, sino del problema que nace cuando el único orgullo nacional se llama selección de fútbol o de baloncesto. Lo que nos lleva a una conclusión paralela a la inicial de este artículo: ser español puede ser, o no, algo fácil; pero “hacer España” se está poniendo cada día más difícil.

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Cataluña, política, PSOE

Palabras grandes, políticos pequeños

En la política noble se usan las palabras para persuadir y mostrar. En cambio, en la política de la imagen y la estafa se usan para confundir y camuflar, incluso en muchas ocasiones como escudo para el vacío espiritual e ideológico. Estoy convencido de que aquellos que no ponen el alma en lo que hacen, carecen de valores y de ideas firmes para ofrecer a los demás. De un tiempo a esta parte he venido observando una patología común a todos esos líderes que se autodenominan “moderados”, “sensatos” o de “centro”, porque ser de izquierdas es algo radical que asusta a las clases medias. Una patología que consiste en algo sorprendente: antes de gobernar, solo por el hecho de ser candidatos al gobierno, pretenden situarse ante la sociedad y ante la historia como estadistas y hombres de estado. Aquí buscan el camino inverso del oráculo, el cual basaba su poder en la capacidad para predecir el futuro; ahora estos gobernantes vírgenes quieren ser algo que solo el juicio del tiempo y de la historia otorga a unos pocos privilegiados: el ser un gran hombre de estado.

Confundir un proyecto coherente de futuro para tu país con una especie de misión teleológica trascendental que el destino te ha otorgado cual mesías irresistible es muy peligroso. Sobre todo cuando esta egolatría tóxica y que se retroalimenta se proyecta hacia una sociedad. Un político que pretenda ser estadista antes de reproducir su obra tiene, como mínimo, esta parte mesiánica potencialmente grabada en su ambición. Así surgen esos lugares comunes, esas grandes frases y solemnes palabras que se repiten una y otra vez como prueba inequívoca de la inanidad ideológica del que se aferra a ellas. Generalmente cuanto más grandiosos son los conceptos verbales de los candidatos, más pequeños serán como gobernantes, en el caso de que lleguen.

Uno de los grandes debates que existen dentro del marco dialéctico de las personas libres es aquel que enfrenta al partido frente al candidato. O yendo más allá: eso que llaman “bien común” frente a la integridad de la persona. Hoy nos centraremos en el primer combate, de gran interés ante los procesos electorales que se avecinan. Pensemos en lo siguiente: si nuestro partido presenta a un candidato o una lista regional que consideramos indigna de nuestro voto, ¿estamos obligados a votar igualmente con la pinza en la nariz porque “el partido está por encima de las personas”? Un dilema realmente conflictivo porque es usado, a menudo, por aquellos vividores de la política para que nadie cuestione ese círculo vicioso que es el corralito del poder del que se alimentan muchos años auténticos inútiles sin valor alguno que aportar ni al partido del que viven, ni a la sociedad que representan. En este caso, si eres militante y cuestionas a los candidatos de tu partido serás acusado de desleal, traidor y diversos calificativos más propios de una secta que de un derecho democrático legítimo de apoyar en todo momento a quien creas merecedor.

Porque el debate se enquista más cuando nos damos cuenta que son los valores de un partido aquello que une a sus miembros, pero son las personas que ocupan sus cargos lo que acaba separando si esta selección se hace de manera despótica, con indicios claros de nepotismo y promoción mayoritaria de los palmeros y mediocres. Tener a políticos incapaces e ineptos es tan peligroso como el tener a gobernantes corruptos. Veamos, por ejemplo, la incapacidad de la clase política española para enfrentarse al “golpe de estado a cámara lenta” de Mas y compañía.

Lo primero que leemos de forma incesante: “hay que tender puentes, no destruirlos”. Puentes que se creían firmes desde la constitución del 78 pero que, de repente, parecen intransitables porque así lo decide una parte de los políticos catalanes (separatistas) y es asumida progresivamente y de forma acrítica por los medios y partidos de izquierdas. Después pasamos al “diálogo”, diálogo sobre todo y ante todo. Aparece una plataforma llamada “Tercera Vía” que pide diálogo, mucho diálogo, pero que en su presentación no plantea ninguna propuesta concreta. Se dice que la situación actual de Cataluña es insostenible y que es necesario reconocer las “singularidades” de la nación catalana pero sin reconocerla constitucionalmente como nación, cuando ya en la CE del 78 se habla de “nacionalidades”.

Y, finalmente, el eslogan definitivo del PSOE ante el 27-S: “Una Cataluña mejor en una España diferente”. ¿Qué significa? Absolutamente nada. Según Iceta si el TC no hubiese corregido el estatut de Zapatero y Mas nada de esto estaría pasando, pero se equivoca. Por supuesto que estaría pasando. Por algo muy simple: el estatuto catalán refrendado por la ciudadanía (no llegó al 50% de participación) contenía elementos claramente inconstitucionales. Dudo que ningún estadista permita elaborar leyes contrarias a la norma jurídica suprema basándose en un posterior referendo popular, ya que estaríamos claramente ante un fraude constitucional.

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Cataluña, Mas, PP, PSC

¿Nación o estado catalán? Esta es la cuestión

He de confesar que me da mucha pereza intelectual y política hablar a estas alturas de lo que se conoce como “el problema catalán”. Y digo que me da pereza por la cantidad de años que llevamos hablando de lo mismo mientras repetimos una y otra vez los mismos lugares comunes sin que la situación actual sea mejor que la de hace, por ejemplo, cinco años. Ahora tenemos un bloque separatista, que agrupa a todo tipo de compañeros de viaje políticos, decididos a declarar unilateralmente la independencia de Cataluña, algo absolutamente ilegal, totalitario y ante lo que, según nos dicen algunos, debemos resignarnos porque es la voluntad “democrática” del pueblo catalán.

En primer lugar hay que dejar algo muy claro: el derecho a la secesión no existe. Ni en España ni en ningún estado democrático compuesto. En ninguna constitución de las conocidas como democracias liberales existe una disposición para que una parte del estado federal pueda decidir abandonar el cuerpo nacional. Es más, por no existir en la práctica tampoco tendríamos el famoso “derecho de autodeterminación” tan manoseado por auténticos analfabetos históricos que creen haber descubierto el secreto de la piedra Rosetta al recurrir a esta figura creada ad hoc para el proceso descolonizador posterior a la II guerra mundial, con algunas aplicaciones para reordenar el espacio europeo después del imperialismo nazi. Si aceptamos, al contrario, que el derecho a la autodeterminación de los pueblos es algo “natural”, entonces estaremos dispuestos a que cualquier región que se plantee la independencia de una realidad estatal establecida también tendría su derecho. Es decir, que abriríamos las puertas a un derecho sin límites y que haría, evidentemente, imposible ningún orden orientador y pacificador de las relaciones internacionales. Cuando hablamos de que España es una “nación de naciones” o una realidad plurinacional no aclaramos si nos referimos a naciones políticas o culturales, porque por lo menos la política no puede existir más que una.

Pero demos un paso más. Imaginemos que alguno de los ideólogos de Mas es algo instruido en historia política y recurre al “principio de las nacionalidades”, algo propio de la primera mitad del siglo XX pero que venía a consagrar que toda nación cultural tiene derecho a configurarse como una realidad política; o sea, como un estado. Pues desde este marco analítico tampoco Cataluña podría presentarse como una nación cultural pura donde existiese una identidad colectiva homogénea que reclamase su propio estado-nación. En la historia de Cataluña, en su sociedad, se mezclan a lo largo de los siglos dos culturas complementarias: la española y la catalana. ¿Qué le quedaría a Mas y Junqueras para justificar la ruptura con España? Contar la verdad: que el proyecto independentista es una quimera obsesiva y artificial creada por parte de una élite política-financiera catalana que solo desea saciar sus ansias de poder sin importarles el desgobierno que han sufrido los catalanes en estos últimos años.

Como es lógico, hay una parte activa (CiU y ERC) que han ido alimentando este “problema catalán”. Y otra parte pasiva que lo ha dejado madurar. Es llamativo que sean Felipe González y Alfonso Guerra las voces socialistas que han tenido más impacto social a la hora de fijar una posición desde el PSOE ante el desafío de Mas. Ya sé que muchos pensarán que ni uno ni otro son parte decisiva del PSOE de Pedro Sánchez, pero es que algunos en su pecado de indefinición absoluta llevan la penitencia de la irrelevancia relativa.

El Partido Socialista tiene un tóxico devaneo con Cataluña y el PSC desde hace ya algún tiempo, y por no haber sabido atajarlo de manera valiente y radical se han ido poniendo parches que solo han contribuido a agravar aún más la depresión electoral del PSC y desdibujar el discurso nacional del socialismo español. Es más que evidente que un estado federal no solucionaría nada ante una ruptura decidida por parte de los separatistas. Y menos aún si ese federalismo no es asimétrico con un trato preferencial hacia los catalanes. Pedro Sánchez ha conseguido algo que parecía difícil: cabrear a los socialistas de Cataluña, y poner en alerta a los socialistas del resto de España, porque nadie sabe el proyecto real que tiene Ferraz para el futuro de España con Cataluña.

En este sentido, el partido que está siendo más coherente con su posición frente al gobierno de Mas es el Partido Popular. Hay que decirlo: las políticas de Rajoy frente a los separatistas son totalmente naturales hacia su electorado. Sin ir más lejos, en la encuesta del observatorio de la SER el 80,9% de los votantes del PP estaba en sintonía con la actitud de su partido. En el caso del PSOE el 40,9% apoyaba la firmeza del estado frente al nacionalismo. Tengo la teoría de que un nuevo “encaje” de Cataluña en un hipotético nuevo modelo de estado no cumpliría con el óptimo de Pareto, es decir, que nadie mejore su situación sin que otros empeoren. Si Cataluña es calmada con nuevo privilegios, otras regiones tendrán que ceder algunos de sus actuales recursos.

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27-S, Cataluña, PSOE, separatismo

El derecho a la secesión no existe

Aunque pueda parecer obvio, el derecho a la secesión de una parte del estado no existe. Ni se contempla en nuestra constitución ni en la mayoría de constituciones de las democracias occidentales que forman la Unión Europea. Ni siquiera en los estados compuestos o federales un estado miembro puede marcharse del conjunto de manera unilateral. Independientemente de los paralelismos que puedan encontrarse entre el caso catalán y el escocés, la realidad española no puede compararse con la situación geo-política inglesa.

Si entendemos al estado-nación como una construcción a lo largo del tiempo que empieza a configurarse a partir del siglo XIV, España es de los estados más antiguos como tal. No sé si antes del nacimiento de esta forma de organización política que ha conseguido ser la predominante en la organización de los pueblos a lo largo del mundo, existiría algo parecido a una nación catalana, pero la realidad es que desde la unión dinástica de España por los Reyes Católicos la única realidad estatal existente en la península ha sido la española y la portuguesa.

Es curioso observar como en este debate Cataluña-España, aquellos que defendemos la unidad del país no como fórmula nacionalista cerrada sino como el mejor vehículo para lograr el progreso común, somos inmediatamente insultados y despreciados por los separatistas catalanes que solo respetan a los españoles que están dispuestos a dejar que Cataluña se marche de España. Pero la cuestión es muy sencilla: el nacionalismo catalán exhibido por los separatistas de CiU, ERC y adosados, es tan agresivo y excluyente como el profesado por la mayoría de los nacionalistas españoles que anidan en la derecha y en esos medios que, lejos de serenar el debate, contribuyen a sembrar el odio o bien a los catalanes, o bien a los españoles, dependiendo desde donde se emitan esas tertulias de ciencia política ilustrada e ilustre.

No es un secreto que en nuestros días el estado, el poder estatal soberano más bien, se encuentra amenazado. Hay quien dice que por la globalización, pero lo más justo sería decir por los mercados. En la Unión Monetaria, además, vivimos bajo un Euroreich que solo respeta y reconoce al estado alemán, que es el que manda y decide que países son soberanos y quienes deben someterse al dictado de la Troika o de los diversos intereses coyunturales de Berlín. En definitiva: es evidente que el estado como hasta hace pocos años veníamos entendiéndolo está sufriendo una innegable transformación.

Ante el desafío catalán encontramos aquellos partidarios de la unión de España pero no bajo la fórmula actual, sino bajo una nueva: el federalismo. Incluso algunos van más allá: reconocer que somos un estado plurinacional. Admitiendo, por ejemplo, que esta última fórmula es aplicable, existe un problema evidente: lo que persigue Mas y sus mariachis el 27-S no es que se reconozca a Cataluña como una nación, sino separarse de España que poder ser un ESTADO, en principio unitario e independiente de otra realidad política superior, a no ser que esa realidad sea la Unión Europea. Hemos omitido el hecho de que la Constitución española no es un impedimento para reconocer ese carácter nacional del que disfruta Cataluña. De hecho ni su lengua ni sus símbolos propios son impedidos o reprimidos por las leyes nacionales, sino más bien al contrario: en Cataluña existe una supremacía en las instituciones políticas y administrativas de lo catalán sobre lo español. Por lo tanto, ¿dónde está esa represión española sobre la identidad plena del pueblo catalán? En ninguna parte más allá de los intereses personales, económicos y políticos de los que promueven la secesión y han hecho de este objetivo la única realidad vivida por el pueblo catalán, dejando de lado sus necesidades en sanidad, educación, empleo o crecimiento económico.

Justo cuando se presenta esa lista de «unidad» de cara a septiembre, aparece Romeva para advertir que «vamos a por todas, ya no tenemos margen». Es más, por si no quedaba claro, lo aclara: «si el Estado español bloquea política o jurídicamente al Govern o el Parlament [salido de las elecciones], Cataluña procederá igualmente a la proclamación de su independencia». 

Pero, ¿es posible la secesión unilateral de Cataluña? Pregunta obligada ya que Mas y esta marioneta puesta a la cabeza lo dan por hecho como lo más natural del mundo. Sin embargo, no existe ordenamiento jurídico ni en España ni en la UE que contemple esta posibilidad. Entonces, ¿va a hacer algo el gobierno de España?, ¿y la oposición, es decir, el PSOE? Lamentablemente no está muy clara la respuesta a las dos preguntas.

De Rajoy no se puede esperar nada porque él siempre vivió esperando que los problemas, por graves que fuesen, se solucionasen solos. En este caso, posiblemente, pensará que si Mas se atreve a decir que se va, irá la Guardia Civil a detenerlo y problema solucionado. Miremos, entonces, al PSOE. ¿Qué propone? Reformar la constitución y hacer de España un estado federal, una fórmula inservible en este caso porque la lista soberanista dice que se va, sin posibilidad de quedarse. Hace poco Miquel Iceta, en una entrevista en elsocialistadigital, aseguraba que era imposible una declaración unilateral de independencia. Y así responde todo el socialismo.

Es necesario que tanto el PP como el PSOE tengan preparada una respuesta inmediata ante el evidente desafío catalán. Ya no se trata de insinuaciones o suposiciones: han dicho abiertamente que se irán después del 27-S «si tienen una mayoría suficiente», que al no explicar qué mayoría sería esa, seguramente será la que resulte, sea la que sea. La política de hechos consumados en una democracia supone la tiranía del poder, y no digamos si encima van en contra directamente de la legalidad y la cohesión territorial de un país, con todo lo que eso significa.

La última encuesta del gobierno catalán dejaba claro que existía una mayoría que NO quería irse de España. Tal vez por esta razón quieren apretar el acelerador para jugarse el todo por el todo. Cataluña necesita un gobierno que se preocupe por los catalanes, y por ahora nadie ha puesto encima de la mesa esta clave que es la más importante y urgente en la actualidad.

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